sábado, 18 de abril de 2015

Castellanofobia: Castellanos de Castilla


Tan triste como la noche,
harto de dolor el pecho,
pídole a Dios que me mate
porque ya vivir no quiero.

Pero en tanto no me mata,
castellanos que aborrezco,
he, para vergüenza vuestra,
he de cantaros gimiendo:

Castellanos de Castilla,
tratad bien a los gallegos;
cuando van, van como rosas;
cuando vuelven como negros.
Rosalía de Castro. Castellanos de Castilla. Cantares Gallegos.


La entrada de hoy está dedicada a Rosalía de Castro, la gran poetisa gallega a la que admiramos y  cuyo valor literario nos parece fuera de toda duda. Quizá por ello nos resulte aun más dolorosa la parte de su obra en la que se deja arrastrar por el anticastellanismo.

Rosalía de Castro (1.837-1.885). Su marido fue el historiador Manuel Murguía, padre del regionalismo gallego.

Ya hemos abordado el famosísimo Los Cuatro Palos de Sangre, de Víctor Balaguer, punto de inflexión del sentimiento castellanófobo en Cataluña, y de como sus ecos resonaron ampliamente en toda España. Especialmente en aquellos territorios con idioma propio, que a la sazón estaban iniciando un proceso de revalorización literaria del mismo. La influencia de la composición de Balaguer puede apreciarse  incluso en el título del siguiente acre poema de Rosalía de Castro, perteneciente al libro Cantares Gallegos. Del catalán ¡Ay Castilla Castellana! al galaico Castellana de Castilla, en el que un supuesto y bondadoso pretendiente gallego es rechazado por una malvada y soberbia moza castellana:
Castellana de Castilla,
tan bonita y tan hidalga,
mas a quien para ser fiera
la procedencia le basta (...)
en paz señora, ya os dejo
con vuestra soberbia gracia,
y a Galicia hermosa vuelvo
donde reunido me aguarda
lo que no tenéis, señora,
lo que en Castilla no hallara:
campitos de lindas rosas,
y fuentes de frescas aguas,
sombra a orilla de los ríos,
sol en alegres montañas...
Pero es sobre todo en Castellanos de Castilla en donde se desboca la animadversión de la poetisa hacia nuestra tierra. He aquí algunos fragmentos:
Castellanos de Castilla,
tratad bien a los gallegos;
cuando van, van como rosas;
cuando vuelven, como negros
A Castilla fue a por pan
y jaramagos le dieron,
diéronle hiel por bebida,
penitas por alimento.

Diéronle, en fin, cuanto amargo
tiene la vida en su seno...
¡Castellanos, castellanos,
tenéis corazón de hierro!

Murió aquel a quien quería
y para mí no hay consuelo;
solo hay para mí, Castilla,
la mala ley que te tengo.

Permita Dios, castellanos,
castellanos que aborrezco,
que antes los gallegos mueran
que ir a pediros sustento.

Tan mal corazón tenéis,
secos hijos del desierto,
que si amargo pan os ganan
lo dais envuelto en veneno.

Van pobres y vuelven pobres,
van sanos, vuelven enfermos,
que aunque ellos son como rosas,
los maltratáis como negros.

¡Castellanos de Castilla,
tenéis corazón de acero, 
como peña el alma dura
y sin entrañas el pecho!

En tronos de paja erguidos,
sin fundamento, soberbios,
aún pensáis que nuestros hijos
para serviros nacieron.

Y nunca tan torpe idea,
tan criminal pensamiento,
cupo en cabezas más fatuas
ni en más fatuos sentimientos.

Que Castilla y castellanos,
todos en montón revueltos,
no valen lo que una brizna
de nuestros campos tan frescos.

Solo ponzoñosas charcas
sobre el ardoroso suelo
tienes, Castilla, que mojen
esos tus labios sedientos.

Ni árboles que te den sombra,
ni sombra que preste aliento...
Llanura y siempre llanura,
desierto y siempre desierto...

Eso te tocó, cuitada,
por herencia de universo,
¡miserable fanfarrona!...
triste herencia fue por cierto.

En verdad que no hay, Castilla,
nada como tú tan feo,
que mejor aun que Castilla
valiera decir infierno.
Terribles imprecaciones que marcan un antes y un después en el desarrollo de sentimiento anticastellano en Galicia. Justo Beramendi, catedrático de Historia en la la Universidad de Santiago de Compostela y Presidente de la Junta Rectora del Museo do Pobo Galego indica el cambio a que dan lugar: 
Ahora la valoración de la galleguidad alcanza una cota que exige que Castilla sea suma de todos los defectos, maldades y fealdades, desde el carácter de sus moradores hasta el paisaje.
Sobra decir que tal enfoque es falaz y radicalmente injusto. El también catedrático de la citada Universidad Xosé Ramón Barreiro lo expresa perfectamente:
Tal acumulación de dicterios revelan algo más que compasión por los segadores gallegos, revelan una rabia personal que nunca es compatible, ni en un corazón tan generoso como el de Rosalía, con la Justicia. 
Y es que algunos han querido ver la castellanofobia de Rosalía de Castro como una reacción a las duras condiciones que soportaban los jornaleros gallegos que venían a trabajar a Castilla durante la recogida de la mies. Se trataría no de una dicotomía entre naciones, sino de una contraposición entre humildes y ricos, vasallos y señores. No estamos muy de acuerdo. En realidad, en el siglo XIX resultaba evidente para cualquiera  que en la mayor parte de Castilla no se vivía mucho mejor que en Galicia. 

La razón por la que se contrataban jornaleros foráneos (no solo gallegos) era  que en las amplias zonas dedicadas  al monocultivo del cereal, la época de mayor actividad, la siega, se concentraba en unas pocas semanas. Y afectaba a todas las explotaciones al mismo tiempo, con lo que la mano de obra local simplemente no alcanzaba. Presentar al campesinado castellano de la meseta norte, en su mayor parte compuesto de pequeños y medianos propietarios, como todopoderosos terratenientes sin escrúpulos es alejarse mucho de la realidad. 

La Siega, de Vela Zanetti. Sin duda, una de las labores tradicionales más penosas del campesino. Algunos hemos llegado a vivirla (y padecerla).

Respecto a las condiciones laborales de los segadores, la obras historiográficas más serias desmienten muchos tópicos victimistas. Cedemos otra vez la palabra a Xosé Ramón Barreiro. La cita es extensa, pero consideramos que merece la pena para aclarar el asunto: 
Los segadores, gallegos, parameses o murcianos estaban organizados en cuadrillas lideradas por el mayoral (o segador de mayor prestigio y autoridad) y de las que formaban parte los segadores de primera (llamados "hoces"), los de segunda ("medias hoces"), los "atadores" que hacían las gavillas y los ayudantes, muchachos de 15 o 16 años. Por consiguiente, el colectivo estaba internamente estratificado en categorías que repercutían en los salarios percibidos, mejor dicho en la distribución interna de los salarios porque el propietario pagaba a la cuadrilla una cantidad fija, previamente acordada, y que luego la cuadrilla repartía de acuerdo con las categorías ya citadas. Esto significa que el segador gallego no trataba individualmente con los propietarios, sino siempre en cuadrilla, pudiendo de esta manera hacer frente a los propietarios con mayores garantías y con una mayor presión.

La valoración del trabajo se hacía por fanegas a segar, es decir, el trabajo estaba perfectamente objetivado, bien marcada la tarifa a realizar y fijados los pagos por la tradición, por lo que se fijara el año anterior con las modulaciones requeridas por el aumento del coste de la vida y por el valor del trigo en el mercado. No había, pues, sorpresa ya que todos partían de valores contrastados: el del trabajo a realizar y el del pago a satisfacer.

No se firmaba ningún papel, como se hacían antes las cosas. Para evitar algunos conflictos que se dieron, por errónea interpretación de las obligaciones asumidas por ambas partes, se impuso la costumbre de llegar al acuerdo verbal entre el propietario y el mayoral ante el alcalde o pedáneo del lugar que, de esta manera, actuaban como árbitros y hombres buenos en caso de conflicto. Y ya más recientemente ante los sindicatos.

Estas cautelas ponen de manifiesto que no estamos ante una situación de explotación semiesclavista, como parece deducirse de la propia composición de Rosalía de Castro y de cierta literatura costumbrista. 
Por supuesto, la siega no deja de ser un trabajo duro. Los que hemos participado en él, incluso ya muy avanzado el siglo XX, podemos dar fe de ello. Se trata de una labor ardua, bajo las altas temperaturas estivales y con larguísimas jornadas de sol a sol, en las cuales frecuentemente se dormía en el mismo campo para ganar tiempo. Son condiciones extremas que el campesino castellano ha venido soportando hasta ayer, como quien dice. Debe realizarse además a la mayor rapidez, puesto que el cereal no puede recogerse antes de que esté en su punto, y después cualquier tormenta o granizada intempestiva daría al traste con la cosecha. Pero por otra parte, los segadores gallegos  también preferían este ritmo de trabajo, pues al ser temporeros y cobrar por tarea hecha, cuanto antes la terminaran antes podían volver a su tierra y seguir con sus quehaceres habituales. 

Lógicamente,  no tiene nada de extraño que en torno a un fenómeno que se repetía a lo largo del tiempo e implicaba a muchas personas de uno y otro colectivo, en algún momento pudieran surgir desconfianzas y resquemores. Tal parece desprenderse de alguna irónica coplilla popular gallega de la época, como la que aquí reproducimos:
Castellanos de Castilla,
vais a tener que rabiar:
los gallegos  hacen los hijos
y vosotros los tenéis que criar
Pero no hay que pensar que dicha poesía popular mostrara únicamente ánimo anticastellano, pues semejantes rimas pueden encontrarse dedicadas a Andalucía, otro de  los destinos habituales de los trabajadores gallegos, o a los empresarios catalanes que se establecían en las villas costeras de Galicia:
Catalán de Cataluña,
barbas de conejo manso,
¿por qué no das al gallego
una hora de descanso?
En cualquier caso, precisamente la constatación de que muchos segadores gallegos siguieran acudiendo puntualmente cada verano, generación tras generación, a los campos trigueros de la meseta implica que los beneficios para ambas partes tuvieron que estar muy por encima de los problemas puntuales. Como bien dice Barreiro: 
El hecho de que la experiencia de los segadores durara más de tres siglos es indicativo de la mutua tolerancia que debió presidir las relaciones sociales.