lunes, 2 de febrero de 2015

El Arancel Catalanista

El catalanismo no debería prescindir de España, porque los catalanes fabrican muchos calzoncillos, pero no tienen tantos culos.
Josep Pla (1.897-1.981)

En esta entrada vamos a abordar un  aspecto vital de la relación de Cataluña con el resto de España durante los siglos XIX y XX: el diseño de la política arancelaria y su innegable repercusión sobre la marcha económica del país. Un tema sobre el que, pese a su importancia, la historiografía catalanista ha preferido pasar de puntillas, tal y como pone de manifiesto el economista Ramón Tamames:
Toda esta larga etapa de fuerte influencia de Cataluña en el resto de España, de la que extrajo grandes beneficios económicos, es generalmente poco apreciada por la historiografía nacionalista, que en el referido lapso se concentró en enaltecer la Reinaxença, las desavenencias con el Gobierno central y los esfuerzos en magnificar el hecho diferencial. Y todo ello, a pesar de que en solo cuatro años hubo tres presidentes del Consejo de Ministros catalanes: Prim, Pi y Margall y Figueras.

Cuestiones, todas ellas, que se confunden desde el historicismo secesionista, que lanzó el eslogan "tres siglos de opresión" de España. En realidad fueron tres centurias que, con toda una serie de paréntesis, dieron a los catalanes un nivel económico muy por encima del que tuvieron con los Austrias por muchos privilegios forales que hubiera entre 1.516 y 1.714
Efectivamente, tras la Guerra de Sucesión y el  establecimiento de la dinastía borbónica, la consiguiente supresión de las aduanas interiores permitió a los fabricantes catalanes vender sus productos en condiciones ventajosas en el resto de España. Un mercado que la situación de atroz ruina y decadencia en la que los Habsburgo habían precipitado a Castilla les ponía prácticamente en bandeja. 

La oportunidad fue bien aprovechada por la burguesía catalana, que inició un despegue económico notable y situó al principado muy por encima del resto de regiones españolas en cuanto a riqueza y prosperidad. Se fue así  configurando una realidad económica que se mantendría durante siglos, hasta  nuestros días. Por un lado, una Cataluña industrial y mercantil que vendía sus tejidos y demás productos manufactarados al resto del Estado. Por otro, un buen numero de zonas rurales y atrasadas, entre las que se encontraba la mayor parte de Castilla, que se limitaban a enviar a cambio productos agrícolas y materias primas de bajo valor añadido y poca rentabilidad.

La siega en Sisante (Cuenca). Óleo de José Luis Tejada. Las medidas proteccionistas adoptadas en los siglos XIX y XX beneficiaron sensiblemente a las zonas industriales a costa de las rurales.

Semejantes relaciones comerciales, muy parecidas a las que por entonces mantenían las naciones europeas con sus dominios y protectorados de ultramar, llevarían al escritor gallego Wenceslao Fernández Flórez (1.885-1.964) a comentar con la retranca propia de su tierra la eclosión del nacionalismo catalán:
Barcelona es la única metrópoli del mundo que quiere independizarse de sus colonias.
El único problema era que la industria catalana no resultaba competitiva con la de otros países. Las fábricas inglesas, francesas, alemanas o belgas producían géneros de mayor calidad a mejor precio. Luego, para que sus manufacturas siguieran dominando el mercado español, los industriales catalanes necesitaban que el gobierno impidiese o cuando menos gravase mucho la entrada de mercancías foráneas. 

Pero el establecimiento de aranceles o impuestos a las importaciones causaba fuertes y perniciosos efectos sobre la economía: por un lado obligaba a los consumidores a pagar un sobreprecio por los bienes que compraban, incentivándose así industrias poco productivas. Por otro, provocaba reacciones de reciprocidad en los demás estados, que  aumentaban a su vez el precio de las exportaciones españolas con altos aranceles. 

Como lo que España vendía al extranjero era vino y materias primas, las regiones pobres, cuya economía se basaba precisamente en este tipo de producciones, veían como se les cerraban las puertas a comerciar más allá de nuestras fronteras. Perdían la posibilidad de generar unas ganancias y acumular unas rentas que con el tiempo hubieran podido servir para prosperar e industrializarse. El político y economista aragonés Joaquín Costa (1.846-1.911) nacido en el seno de una familia de pequeños propietarios rurales,  lo expresaba así en 1.881:
Los industriales beben nuestro vino, no ya al precio a que lo da la Naturaleza, sino más barato, porque nos cierran los mercados extranjeros, y, por tanto, restringen la demanda, en cambio nos obligan a vestirnos de sus telas, no ya al precio a que pueden producirse, sino más caras, porque cierran nuestro mercado a los tejidos extranjeros, que aumentarán la oferta; por manera que los agricultores pagamos impuestos que no satisfacen los industriales, sea al Estado, en forma de derechos de aduanas, sea al fabricante español, en forma de sobreprecio, sea a los contrabandistas o a las sociedades de seguros de contrabando, en forma de prima.
Y por Dios, señores, es bueno que resulte ahora que los labradores somos pecheros de los fabricantes; que medio siglo después de haberse proclamado (...) la igualdad tributaria, resulte que los labradores pagamos dos contribuciones que apenas alcanzan a ellos; una por efecto de la carestía artificial, en forma de sobreprecio, y otra directa, para mantener carabineros y cuerpo pericial que, al cerrar las puertas de España a los tejidos ingleses, cierran juntamente las puertas de Inglaterra a nuestros productos agrícolas, y cuyas bayonetas obran por esto a modo de lanceta que está picando constantemente las venas de 16.000.000 de españoles, para trasvasar su sangre en las venas de unos cuantos capitalistas, señores feudales del algodón y de la lana. 
La feroz batalla política e ideológica entre librecambistas y proteccionistas (encabezados estos siempre por los industriales textiles catalanes) se prolongará durante décadas y terminará finalmente con un claro triunfo de los últimos. El Arancel Canovas (1.891), el Amós Salvador (1.906), y el Cambó (1.922) supusieron otros tantos hitos para el proteccionismo, que convertido en hegemónico enlazará con los aranceles franquistas y en cierto modo no terminará hasta 1.986 con la entrada de España en la Comunidad Económica Europea. No es exagerado decir que durante este larguísimo intervalo de tiempo el Estado español, que sería a menudo considerado uno de los más proteccionistas del mundo, privilegió a los fabricantes a costa del resto de sectores productivos.

Solo pueden constatarse dos pequeños periodos en los que la política económica basculó hacia un tímido librecambismo. El primero en 1.870, cuando el ministro Figuerola, precisamente barcelonés, consiguió imponer un arancel moderado que favorecía el comercio internacional. Duraría hasta 1.875. El segundo entre 1.882 y 1.890 en el que estuvo en vigor un tratado de comercio con Francia. En total 13 años. Curiosamente, según no pocos historiadores, resultaron beneficiosos incluso para la industria, al estimular la producción. En este sentido, el historiador catalán Vicens Vives afirmó que "la implantación del régimen librecambista más bien favoreció que perjudicó la industria textil catalana".

¿Como fue entonces posible que una política que "antes favorecía que perjudicaba" a la industria, y que indudablemente beneficiaba a la mayor parte del país se abandonara enseguida?. La razón puede buscarse en el miedo del "lobby" textil catalán a perder cuota de mercado. Y a la consiguiente y contundente presión que ejerció sobre los sucesivos gobiernos, muchos de ellos débiles e inestables. Queda para una entrada posterior recopilar algunas muestras representativas de todo ello.

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