domingo, 5 de enero de 2014

Castilla y Cataluña: Tratado de Utrecht y Privilegios


El Rey Católico por atención a su Majestad Británica concede y confirma por el presente a cualesquiera habitadores de Cataluña, no solo la amnistía deseada juntamente con la plena posesión de todos sus bienes y honras, sino que les da y concede también todos aquellos privilegios que poseen y gozan, y en adelante pueden poseer y gozar los habitadores de las dos Castillas.
Artículo XIII. Tratado de Utrecht. 1713


1.713. Las potencias europeas  se reunen en la localidad holandesa de Utrecht. Es el principio del fin de la Guerra de Sucesión. 

Había surgido como una contienda entre los dos aspirantes a suceder a Carlos II en el trono  español, el francés  Felipe V de Borbón y el austriaco  Carlos de Habsburgo. La mayor parte de las potencias europeas tomaron partido por uno u otro. Pero tras más de una década de combates  ni Francia ni los Aliados han conseguido imponerse. Estos, (Gran Bretaña, Austria, Países Bajos, Portugal y algunos estados menores), llevaron la iniciativa durante la mayor parte del conflicto. Consiguieron grandes victorias en Flandes y Alemania  que pusieron a Francia al borde de la derrota. Sólo la desmesura de las condiciones de paz propuestas impidieron que  el soberano francés, Luis XIV, se diera por vencido y la consiguiente entronización del pretendiente austriaco, Carlos (III) como Rey de España.

Sin embargo, poco tiempo después Francia conseguia rehacerse paralizando el avance aliado hacia el norte de su territorio en la batalla de Malplaquet. Mientras, en el frente español,   Felipe V iniciaba una contraofensiva que tras expulsar a Carlos de Madrid y derrotar a su ejército  en Brihuega y Villaviciosa lograba arrinconarle en Cataluña.

Inglaterra se dio cuenta de que la mayoría del pueblo castellano había tomado decididamente partido por el pretendiente francés y que su objetivo de hacer Rey de España al candidato austriaco se antojaba muy complicado. Ante esta situación, y vista la impopularidad cada vez mayor de una guerra tan larga que estaba consumiendo cantidades ingentes de recursos humanos y económicos, el gobierno británico optó por abrir conversaciones discretas con Francia. Ésta, igualmente necesitada de poner fin al conflicto, accedió de buena gana. Ambas terminaron acordando unas bases para la paz, que posteriormente, de mejor o peor gana, no tuvieron más remedio que ser aceptadas por el resto de países contendientes en los acuerdos de Utrecht y Ranstatt.


Tratado de Utrecht (1713) por el que se concedían a  castellanos y catalanes los mismos privilegios
Muchos en Cataluña lo consideran algo oprobioso e  inaceptable

Las tropas aliadas que permanecían en Cataluña, embarcaron para no volver y el principado se encontró abandonado por los aliados y en una situación bastante comprometida. Beneficiado por un sistema de privilegios que le evitaban los gravosos impuestos que soportaba Castilla, veía que aquellos corrían serio peligro de ser abolidos. Felipe V había prometido en 1701 mantenerlos, siendo él, por su parte, jurado como Rey. Pero, sin embargo, apenas tres años después los catalanes le habían dado la espalda proclamando a su rival Carlos (III),  provocando que la guerra prendiera en la península y que la destrucción se extendiera por todas partes. Felipe ahora estaba decidido a uniformar las administraciones de la Corona de Aragón  y de Castilla, y a mantener solo las peculiaridades  del País Vasco y Navarra, territorios que le habían sido fieles.  Así lo manifestó su embajador  en Utrecht, el marqués de Monteleón:
porque en lo tocante a los privilegios que los reyes, por pura bondad, otorgaron a los catalanes, se han hecho indignos de ellos por su mala conducta
Ante este panorama, el embajador catalán en Londres, Pau Ignasi de Dalmases suplicó al gobierno británico que intercediera por el mantenimiento de sus fueros, invocando el pacto que había firmado en 1.705 con ciertos  representantes catalanes en Génova. En el mismo se estipulaba claramente que, en caso de derrota, Gran Bretaña se comprometería a proteger los privilegios de Cataluña. Pero como suele suceder en estos casos, el protector tenía sus propios intereses. El Reino Unido había salido muy beneficiado del Tratado de Utrecht. Había conseguido debilitar a Francia, su principal objetivo, y además la posesión de Gibraltar, y Menorca, más ciertas ventajas comerciales en América. No estaba por la labor de  renunciar a nada de ello a cambio de la satisfacción de las peticiones de los rebeldes catalanes. Así que cuando la reina Ana recibió al suplicante embajador Dalmases se limitó a decirle que:
había hecho lo que había podido por Cataluña y que lo haría aún, procurando por todos los medios posibles la seguridad y el cumplimiento de todo lo que se le había ofrecido y había obtenido por nuestra patria expresándome que todo lo que había hecho y hacía era de todo su corazón y del mucho amor y voluntad que nos tenía.
Se refería hipócritamente al artículo XIII del tratado de Utrecht,  por el que se reconocían a los catalanes "todos los privilegios de las dos Castillas". Es conocida  la desolación del señor Dalmases ante tal respuesta. Demasiado bien sabía él que conceder a los catalanes los "privilegios" de los que disfrutaban los castellanos equivalía en la práctica a no tenerlos. 

Tras la derrota de los comuneros en Villalar en 1521, Castilla había ido perdiendo  sus libertades. Bien sujeta a la monarquía, hubo de asumir la mayor parte de las cargas económicas y militares del Imperio de los Austrias, mientras el resto de territorios se escudaban en sus propios fueros para esquivarlas. En esa tesitura, los castellanos sufrieron una presión impositiva sin parangón que tomó la forma de un auténtico expolio. Historiadores catalanes como Albert Balcells reconocen que hasta los decretos de Nueva Planta Cataluña había sido un país fiscalmente privilegiado, mientras que Joaquim Albareda señala que a finales del siglo XVI "el Imperio era a todas luces un parásito de Castilla".

Las tristes consecuencias de esta discriminación de los intereses castellanos por parte del gobierno de los Habsburgo no tardaron en materializarse en forma de decadencia y ruina. En el curso de pocas generaciones, Castilla, que era el reino económica y demográficamente hegemónico dentro de la península, y uno de los más pujantes de la Europa del siglo XV vio perder la efectividad de sus Cortes, decaer irremisiblemente su industria y su comercio y despoblar sus campos. No podemos pues extrañarnos del desagrado del embajador Dalmases  ante la perspectiva de que su principado pasara a compartir los "privilegios" de los que gozaba Castilla. 

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